domingo, 12 de xuño de 2011

La clave Embassy. La increíble historia de un médico vigués que salvó a miles de perseguidos por el nazismo

Durante la Segunda Guerra Mundial, el salón de té Embassy, uno de los centros sociales más elegantes del Madrid de la época, se convirtió en el lugar de encuentro de numerosos agentes y cooperantes secretos de los servicios de inteligencia británicos.

Entre ellos, uno de los más destacados fue el doctor Eduardo Martínez Alonso, el padre de la autora. En esta fascinante novela histórica, su hija saca a la luz los documentos inéditos que demuestran cómo este médico ayudó directamente en la red humanitaria organizada por el Servicio Secreto británico, que, a través de España, evacuaba a refugiados europeos hacia Portugal y Gibraltar. Miles de perseguidos por el nazismo, indocumentados, apátridas y judíos (polacos y checos en su mayoría) fueron rescatados por el doctor Martínez Alonso, quien expidió certificados médicos falsos, creó la ruta de evacuación desde el campo de concentración de Miranda de Ebro a Vigo e, incluso, cedió su casa en Galicia para acoger a los fugitivos en su huida hacia Portugal.

Con un importante respaldo testimonial y tras una profunda investigación en archivos españoles e ingleses para contrastar los testimonios familiares, la autora presenta en La clave Embassy un capítulo inédito de la historia española, novelesco pero real, con un final auténtico y feliz.



Patricia Martínez de Vicente nació en Londres en 1946. Es licenciada en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Portsmouh (Reino Unido), especializada en Antropología Social. Durante años ha alternado su vida universitaria y laboral entre España, Reino Unido y México. Investigadora del Colegio de México entre 1997 y 2000, durante quince años fue ayudante de investigación en fiestas populares y tauromaquia del antropólogo e hispanista británico Julian Pitt-Rivers.

Ha escrito varios artículos, impartido conferencias en varios países y publicado el libro Embassy y la Inteligencia de Mambrú. En la actualidad reside entre Madrid y Barcelona.



INTRODUCCIÓN

Preparando la mudanza del piso familiar del barrio Chamberí, donde habíamos vivido durante cuarenta años, entre los libros que recogimos de las estanterías medio abandonadas del pasillo encontré por casualidad un cuaderno de apariencia insignificante que estaba oculto entre revistas médicas y antiguos libros de mi padre. En la tapa aparecía un austero «1942» en relieve y en su interior había múltiples notas escritas a mano.

Era el mismo año en que se habían casado mis padres y se fugaban de España semanas después. Es muy posible que el cuaderno permaneciera en el mismo lugar sin que nadie lo cambiara de sitio desde que llegamos a vivir en esa casa en 1946, pero al abrirlo me di cuenta de que realmente era un cuidadoso diario escrito en inglés por mi padre durante la guerra en Londres. Parecía asombroso que aún estuviera plácidamente colocado en el mismo lugar en el año 1986. El librito en cuestión había superado innumerables bombardeos londinenses y varias mudanzas posteriores —no sé a cuál más devastador—, y continuaba acurrucado e impasible en el mismo hueco, sin que nadie se hubiera ocupado de airearlo o destruirlo en tanto tiempo.

Hacía años que mi padre había fallecido, así que no podía hacerle ninguna pregunta directa sobre su contenido. Temerosa, no me atrevía a leerlo, dudaba por si quizá descubría algún secreto inconfesado en vida y por respeto a una intimidad que mi padre era incapaz de defender a su muerte. Pero rápidamente recapacité.

Si algo tan íntimo como un diario aún estaba en el mismo lugar quince años después de muerto su autor, por algo sería. Y me atreví a repasarlo con más detenimiento. Escrito con mano firme y con una letra con la que yo estaba muy familiarizada, aparecían trazos de sus vivencias, nombres y situaciones, no del todo reconocibles a primera vista, que iban deshojándose con asombro entre mis dedos.

Se repetían en distintas fechas nombres conocidos, como el de Alan Hillgarth, entonces agregado naval de la Embajada británica; su compañero de facultad, Alfonso Peña, o el doctor Francisco Luque, director de la Cruz Roja en Madrid y famoso ginecólogo por haberlo sido de la reina Victoria Eugenia, esposa de Alfonso XIII. En fin, situaciones y nombres de sus compañeros y amigos en España que no me encajaban con el Londres de 1942 en el que vivían mis padres en ese momento.

Entre las notas finales de sus honorarios médicos, costumbre que conservó siempre como una pequeña contabilidad personal, mi padre había anotado unos ingresos inexplicables a primera vista. Eran pagos procedentes del War Office, abonados por destacados militares británicos cuyos nombres nunca había oído mencionar. Este detalle tan bobo me hizo caer en la cuenta de que ya a mi edad ignoraba aún muchas cosas de aquel pasado familiar. ¿Qué había provocado realmente su huida de España o cuál era el origen de ese dinero del Reino Unido? Esos desconocidos contactos con altos cargos del Gobierno británico en una época tan intensa y conflictiva, ¿cómo podían relacionarse con un médico establecido tranquilamente en Madrid, antes de su marcha y en plena guerra mundial?

Asombrada por mi descubrimiento, quise aclarar estas dudas con mi madre, pero ella, inexplicablemente, no mostró ningún interés por el tema. Eludía darme explicaciones con unas evasivas sospechosas, negándose a ampliarme unas noticias que consideré importantes, sin que pudiera terminar de entender por qué. Al reconsiderar la situación en conjunto, deduje que quizá no fuera tanta casualidad que aún estuvieran rodando por casa unas importantes condecoraciones de guerra, excesivas (siempre pensé yo) para un médico pacifista y apolítico como había sido mi padre, pero que confirmaban su destacado pasado bélico internacional. Por otro lado, se trataba de una cuestión irrelevante en familia y normalmente esquivada en mi presencia, como todo lo que tuviera relación con la guerra. Igual que ocurría con las medallas de la Guerra Civil española, que nunca supe bien a qué se debían. Pero en el mismo cajón de objetos inservibles (que apenas abríamos), tenía su estuche propio el King George Medal for Courage, una de las máximas condecoraciones británicas y raramente concedida a un extranjero, junto a la Gran Cruz de Oro de Polonia (otorgada en el exilio en Londres, según señala el certificado de 1959). De todo ello asumí que estas condecoraciones debían de estar ligadas a unas hazañas de guerra desconocidas para mí; pero sobre todo, a las notas escritas en su diario, pero, me preguntaba… ¿de qué forma? y ¿a qué tanto misterio?

Era inconcebible que a mi edad y, lógicamente interesada en conocer ese pasado, se me negara una información tan obvia. Si sus méritos de guerra justificaban unas medallas tan relevantes, algo incluso de lo que enorgullecerse la familia, no entendía el soslayo intencionado de mi madre a revelarme los motivos al cabo de tantos años transcurridos. Quizá quería ocultarme unos incidentes vergonzosos e inconfesables. Tal vez me habían adoptado en Londres y no sabían cómo decírmelo. Tampoco tenía hermanos con quien contrastar estos hechos. Francamente, no encontraba una razón lógica para tanta evasiva. Aunque moderado de ideas, mi padre vivió impasible los asuntos políticos, al menos durante los veinticinco años que compartimos. Ignoraba con orgullo displicente el franquismo de mi juventud y era indiferente a otras tendencias largamente reprimidas, por lo que no podía relacionar la fuga de los recién casados a Londres con una ideología equivocada posterior. Estaba segura de que él, por su manera de pensar, no había sido republicano ni de izquierdas de joven. Como mucho, seguía siendo un monárquico inofensivo enganchado a los flecos románticos de Alfonso XIII y a una exagerada admiración por la bellísima reina Victoria Eugenia (Queen Ena, la llamaba), de curioso parecido físico a su primera mujer, también inglesa. Por tanto, aquella misteriosa escapatoria a Inglaterra, en pleno conflicto internacional, no podía asociarse con unos problemas políticos locales, ni entonces y muchos menos a su regreso en 1946.Tenía que haber algo de mayor trascendencia detrás y, repentinamente, sentí un escalofrío.

Aún con la carne de gallina, me pregunté si serían tan espantosos e inconfesables los motivos que rodearon la precipitada marcha de mis padres que ni su hija no se debía enterar ni años después de muerto él. Algo así debía ser cuando ni mi padre en vida, ni mi madre, años después, se preocuparon por aclararme algo primordial.

Incapaz de indagar nada más sustancioso acerca del contenido del sencillo diario y, sobre todo, confusa por la ambigua reacción de mi madre cuando quise indagar más, decidí centrarme en la mudanza y dejar apartadas las incógnitas para mejor ocasión. Ya tendría tiempo de profundizar después.

Sin embargo, una curiosidad recelosa, envuelta en un perpetuo halo de misterio, me estimulaba a no ceder en mi empeño.
Necesitaba saber más sobre este inocente descubrimiento paterno que derivó en una interrogante crónica; hasta que, haciendo averiguaciones sueltas a ráfagas inconstantes, conseguí enlazar unas noticias con otras y componer la trama completa, e inverosímil, de lo que estaba buscando sobre su sorprendente pasado. Ahondando en las más increíbles fuentes de información y siguiendo vericuetos inimaginables, comencé a devanar la madeja que me trazó el hilo conductor de las insólitas experiencias de mis padres, Moncha y Lalo, durante la Segunda Guerra Mundial entre España y el Reino Unido. Tardé cerca de veinte años en encajar todas las piezas del rompecabezas familiar, pero lo logré.




Un médico vigués dirigió la red más solidaria de la II Guerra Mundial

El Correo Gallego

La antropóloga Patricia Martínez de Vicente exhuma 70 años después el heroísmo de su padre, Eduardo Martínez Alonso, cirujano de la Embajada británica en España y espía del MI6 que prestó su piso de soltero y su finca de Redondela para facilitar la evasión de miles de judíos

Churchill marcará a Franco muy de cerca para evitar que España entre en guerra con las potencias del Eje. Para ello nombra embajador en Madrid, mayo de 1940, a Samuel Hoare, un peso pesado que luce un espléndido CV: Primer Lord del Almirantazgo, secretario de Estado para la India, y ministro de Exteriores.

Hoare se dedicará a marcar de cerca al Caudillo en una "Misión" de enorme calado geoestratégico: los Pirineos, la frontera portuguesa y con ésta la fachada atlántica, desde donde es factible embarcar con destino a América en momentos que Franco ambiciona ocupar la Lusitania de su amigo Salazar; Madrid, refugio de espías y patente de corso para la Gestapo; el control sobre Gibraltar, el Estrecho, el Mediterráneo, el septentrión magrebí, las Canarias y, por último, el barrido sobre las rutas del wolframio, arrancado de las entrañas de Galicia entre 1940 y 1944.

Morir en Cedeira

Lo que el viento se llevó se estrena en el Madrid de 1940. Hoare conspira para restaurar la Monarquía con Don Juan, no es, por tanto, el mejor interlocutor para pedir al Caudillo garantías de neutralidad, de modo que Churchill se las ingenia para que Leslie Howard, actor, espía y amante de Escarlata O´Hara, haga ver al general ferrolano las desventajas de entrar en la IIGM. El 1 de junio de 1943, de regreso a Londres, el avión del actor, es abatido por la Luftwaffe al norte del cabo Ortegal, muy cerca de Cedeira.

Mientras tanto las legaciones diplomáticas de los países aliados se refunden en una sola, en la Embajada de Gran Bretaña en Madrid, que es justo donde empieza nuestra historia: Eduardo Martínez Alonso, oriundo de Vigo (1903) y cirujano torácico, es el médico titular de la Embajada y el ángel protector de miles de refugiados europeos –en su mayoría judíos polacos y checos– que cruzan los Pirineos, encuentran cobijo en conventos de capuchinos, salones de te, pisos francos y fincas de verano. La ruta que le toca en suerte al doctor Martínez Alonso empieza en los Pirineos, sigue por Jaca, Miranda de Ebro, Madrid, Vigo, Redondela, Guillarei y Tui y termina en Portugal.

Es el lado gallego de una crónica apasionante que acaba de reescribir la hija del "doctor Lalo", Patricia Martínez de Vicente con la publicación de La clave Embassy (La Esfera de los libros) .

"Estoy abrumada, Roberto. Desde la rueda de prensa del miércoles, me llaman de todos los medios de comunicación, y muy especialmente del mundo anglosajón. El libro lo presentaré el 15 de marzo en la Casa de Galicia, en Madrid", señala la antropóloga nacida en Londres y licenciada en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Portsmouth.

Eduardo Martínez Alonso reside desde los ocho años en Glasgow y Liverpool, donde su padre ejerce como cónsul de Uruguay y él arranca con los estudios de Medicina; se casa con Ramona de Vicente Núñez, también de Vigo e hija de médico. Pueden pasar por una pareja prudente y reservada. Jamás dirán "esta boca es mía".

Se casan y, en plena luna de miel, huyen a Lisboa. La Gestapo fuerza la puerta del piso de soltero del doctor. El tomate se descubre muchos años después en el piso de la calle Guturbay de Madrid, donde se especializa en cirugía torácica y opera el primer cáncer de pulmón de los 40. Será en el Hospital Carlos III.

En el curso de la mudanza de 1984, Patricia encuentra una agenda de su padre escrita íntegramente en inglés. Su traducción, investigación de años y la desclasificación(2005) de documentos oficiales británicos confirmará las sospechas de la escritora anglo-gallega. "Mi padre fue un héroe. Se educó para salvar vidas y se comprometió con una causa humanitaria no ideológica, no religiosa, no política".

"Mi padre fue un héroe"

Lalo es probritánico por razones afectivas y culturales, de modo que no es insólito que el MI6 (servicio secreto británico) lo reclute, no exactamente para labores de espionaje, pero sí para labores humanitarias con los indocumentados de campo a través que podrán acogerse, al menos teóricamente, al Convenio de La Haya.

La Resistencia francesa facilita el paso entre montañas y fronteras. El capuchino Francisco Lazcano, capellán de la Cruz Roja en la que sirve Lalo durante la Guerra Civil, da cobijo a los necesitados en el convento de Jaca. Miles de europeos (judíos, refugiados, exiliados, purgados, perseguidos, ilegales y, sobre todo, aviadores y paracaidistas aliados) cruzan los Pirineos con los ojos enrojecidos por la gangrena del espanto cuando el III Reich se solaza en orgías de amputaciones territoriales.

En plena postguerra, España es un país miserable. El propio doctor Martínez Alonso recomienda pasar la plancha hirviendo a las costuras de la ropa para abrasar los piojos. Sucede en el campo de prisioneros de Miranda de Ebro que se distingue por acoger en sus barracones a soldados republicanos, primero; presos políticos, después; y al final, refugiados europeos cuya suerte mejora tras los fiascos germanos de Stalingrado y Normandía.

La red de salvamento, conformada por resistentes, antifascistas, aliadófilos y gente de buena voluntad, funciona a lo largo de 16 rutas de escape, que comienzan en los Pirineos. En Miranda de Ebro, los refugiados cicatrizan sus heridas, descansan y acumulan reservas. Una buena parte son desviados a Gibraltar y otra enfila el Noroeste.

Pero antes, en Madrid, en el Paseo de la Castellana, el salón de te Embassy recibe a aristócratas y gentes de derechas, con lo cual, aparentemente, no infunde sospechas. Sin embargo, es el centro neurálgico de la aventura humanitaria más hermosa que se da en la España oficialmente neutral. El Embassy es trastienda, tapadera y útero de espías. Falangistas, estraperlistas, agentes del MI6 y la Gestapo actúan en el mismo perímetro. Los alemanes, desde el Ritz.

Gracias al negocio de Margarita Taylor, al piso del doctor Eduardo Martínez Alonso, al dinero del jefe del espionaje británico, Alan Hillgarth, y a la red de salvamento, unas 300.000 personas burlan el cerco nazi. Las curan, alimentan, documentan y embarcan en taxis, ambulancias de la Cruz Roja, y coches de matrícula diplomática. Margarita despide a los judíos del sótano: "Good bless you".

Red humanitaria de marineros y estraperlistas

Treinta mil huidos por Galicia

Desde la finca de A Portela, en Redondela, se puede apreciar la grandiosidad de la ría de Vigo. Entre la isla de san Simón y el paso de Rande, por la parte trasera tiene acceso directo a un pequeño embarcadero. La finca está cuidada por una guardesa que cocina, hace las camas y ve muchas cosas (los judíos polacos exhaustos), pero no escucha ninguna. Sabe que son perseguidos. Es el punto clave de la ruta del Noroeste para los planes del M16. La casa, propiedad del doctor Lalo, tiene diez habitaciones, suficientes para dar cobijo y descanso a los refugiados que, cada noche, llegan en grupos más o menos grandes dependiendo de que el taxista permita la utilización del maletero.

El medio más directo es la dorna de los hermanos Moncho y Faustino Otero que, en noches nubladas o de luna menguante, se juegan el tipo para llegar hasta donde fondean barcos de la Royal Navy.

Otras rutas de escape, diseñada por el doctor, pasan por la comarca del Baixo Miño: por Tui y por Guillarei. “Allí, los hermanos Alén poseen una casa, una tienda y una pequeña granja, tienen un negocio de contrabando y son bien conocidos de los carabineros, con quienes se llevan de maravilla”, informa el doctor en uno de los documentos desclasificados en 2005.

La red humanitaria compuesta por mariñeiros de Redondela, contrabandistas, estraperlistas y gardinhas da alfandega , funciona con gran precisión. Los cálculos respecto a la evasión por Galicia de 30.000 personas no parecen exagerados. Ni tampoco los certificados de defunción falsificados por el médico.

P.V.P. 24 €
Catálogo general de La Librería de Cazarabet :

www.cazarabet.com/lalibreria/catalogo/index.htm

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